Tomó el primer sorbo de café mientras veía el amanecer en la terraza. Tenía por delante un día cargado de trabajo y necesitaba empezar temprano.
Se había levantado bastante antes de su hora habitual, había hecho algunos estiramientos, un poco de meditación y después de una ducha estaba listo para afrontar la jornada. Entró en la casa, encendió el portátil y dijo:
—Alexa, pon Mozart.
Fue a la cocina a dejar la taza y volvió al despacho.
—Alexa, pon Mozart.
Nada, ni siquiera se encendía.
Respiró, no era cuestión de empezar a enfadarse de buena mañana. Después de todo, no podía enfadarse si tenía razón. Cuando su hermano le había regalado aquel cacharro, él ya le había dicho que era algo inútil. David había insistido, “te facilitará la vida”, rezongó mientras buscaba él mismo la música y la conectaba.
—Mira como me facilita la vida, David.
Al otro lado del rellano Lluvia seguía durmiendo. De pronto estaba inmersa en un sueño muy extraño, ¿estaba en un concierto?, desde luego aquello era música clásica. Trató de seguir en aquel sueño lúcido, aunque no entendía nada de cómo había acabado escuchando a ¿Mozart? Las clases del conservatorio quedaban muy lejos, pero sí, podía identificar a Mozart. De pronto se dio cuenta de que aquel violín no estaba en su sueño, estaba sonando en su casa. Abrió los ojos. Se levantó y cogió la zapatilla mientras llamaba por teléfono a su mejor amiga, la cual respondió con voz de dormida.
—¿Qué ocurre?
—Alguien ha entrado en casa.
—¿¡Qué!?
—Shhhh no grites. Te llamo para que seas testigo.
—¡Tienes que llamar a la policía, no a mí!
—Calla.
—Pero… llevas algo para defenderte.
—La zapatilla.
—¡Lluvia!
—Shhh
—No, shhhhh no.
—Nadie, no hay nadie.
Escuchó el suspiro de relajación de Raquel.
—¿Por qué creías que había alguien en casa?
—Está sonando Mozart.
—¿Qué?
—Que está sonando Mozart en los altavoces de casa.
—Te mato. Te mato.
—¿Por qué?
—¿De verdad crees que alguien que entra en tu casa se pone a trastear en tu lista de reproducción? ¡Lluvia!
—Ay, yo que sé. No grites, son las siete y media.
—¡Ya sé qué hora es! Me has despertado tú.
—¡Creía que tenía un ladrón en casa!
—¡Y lo ibas a atacar con la zapatilla!
—Es una garra de Godzilla. —Se defendió.
—Adiós.
—No te enfades, estaba asustada.
—No me enfado. Venga, vuelve a la cama.
—No, ahora no puedo dormir. Voy a abrir cajas.
—Venga, que vaya bien el día.
Colgó y miró a su alrededor. Alexa estaba encendida, suspiró, seguramente había vuelto a hablar en sueños. A saber qué habría dicho para que Alexa le pusiera Mozart. Dio unos pequeños saltitos al compás de la música, al final no iba a estar mal. La dejó y fue a buscar en cuál de las 200 cajas de la mudanza tenía la cafetera.

Llevaba todo día abriendo cajas y colocándolas, merecía un descanso y más después del susto que había tenido de buena mañana.
Fue a la ducha, se daría un baño largo y relajante. Tenía el agua a la temperatura perfecta. Dejó caer una bomba de arco iris que llenó el agua de mil colores y buscó en la maleta el último juguete que se había comprado; un pato vibrador acuático.
—Vamos a jugar amiguito. Alexa, reproduce la página 300 de Deseo escocés.
Mientras tanto, al otro lado del tabique, Samuel le servía a su padre una copa de vino.
—¿Vivaldi? Debes estar de buen humor.
—Sí —respondió sin darse por aludido por el tono burlón— Ha sido un día muy productivo. He podido terminar de corregir una de las obras y ahora tendré un descanso de unos días hasta el nuevo encargo.
—Trabajas demasiado.
—Mamá, trabajo lo normal.
—Tu hermano…
—Mi hermano no suele ser un buen ejemplo…
La voz robótica de Alexa interrumpió la conversación:
“Reproduciendo página 300 de Deseo escocés”
Los tres miraron hacia el aparato gris sorprendidos.
“La tela del kilt no podía ocultar la excitación. Elisabeth podía sentir la dureza de su miembro viril…”
Samuel se levantó de golpe. Su madre miraba petrificada al aparato y a él como si fueran dos jugadores de tenis peloteando.
—Alexa, para.
La luz parpadeó y se hizo el silencio.
—¿Qué ha sido eso?
—No lo sé. Esta mañana no obedecía y ahora esto.
—¿En eso has estado trabajando? —Su padre casi no podía aguantarse la risa.
—¡No! No corrijo erótica.
—No pasaría nada.
—No, claro que no. Pero no lo hago.
“Sintió la calidez de sus brazos rodeándole la cintura, el calor de su cuerpo aumentó el deseo…”
—¡Alexa, para!
Su madre estaba cada vez más agitada y su padre ya no podía disimular el ataque de risa.
—¿No se supone que esos cacharros reproducen lo que tienes en tu ordenador?
—Te aseguro que yo no tengo “Deseo escocés” en mi ordenador.
—¿Así se llama ese libro?
Ahora sí, la carcajada de su padre se escuchó por toda la casa.
—¿Quieres que lo compremos mañana en la librería?
—¡Papá!
Ahora los dos reían mientras él se levantaba a apagar el dichoso aparato.
—No sé lo que le pasa, pero os aseguro que no está bien.
—No importa cariño. Son cosas que pasan con las tecnologías. Vamos a cenar que se enfría la dorada.
Hizo caso a su madre y volvió a sentarse sin desenchufarlo. Lo haría después.
Lluvia salía de la ducha de lo más relajada. Aunque Alexa no le había reproducido la página, su imaginación nunca le fallaba y la imagen de un maravilloso pelirrojo escocés, fornido y vestido solo con el kilt había obrado milagros en esos cuarenta y cinco minutos. Encendió unas velas que había encontrado en una de las cajas sin etiqueta y que debía ser del salón porque allí estaban en su antigua casa, se preparó algo rápido para cenar y se sentó en el sofá a disfrutar de la relajación que los orgasmos le habían aportado.

El incidente de la noche anterior no se le había ido de la cabeza, estaba de mal humor y el mensaje de su hermano no ayudó a mejorarlo precisamente.

Al final llamó a su hermano.
—Vale, dime, ¿qué tengo que hacer?
—Primero y antes de nada, pásame el libro del escocés.
—¡Vete a la mierda!
Escuchó la carcajada clara al otro lado y estuvo a punto de colgarle.
—Vale, vale, veo que no estás muy receptivo hoy. A ver, prueba esto.
Siguió las indicaciones de su hermano y después volvió a encender el maldito dispositivo.
—Pídele algo.
—Alexa, quiero ser hijo único.
—Ja, ja, ja.
—No hace nada. Alexa, pon la cabalgata de las Valkirias. ¿Ves? Nada.
—Qué raro.
—La tiro, te lo juro.
—No, yo me la llevo. Está en garantía.
Lluvia reconoció los acordes de la melodía de Wagner. Estaba en el pasillo trasladando una de las cajas del dormitorio.
—¿Qué? —dijo en voz alta aunque estaba sola.
¿Estaba sola? ¿Cómo podía pasar aquello? Aquellos instantes de desconcierto dieron paso a la euforia que siempre le llegaba con la pieza, y pronto se vio moviéndose al compás, trotando por el salón imaginando la lucha de Sigfrido ante Fafnir. Cuando la pieza acabó estaba jadeante y sudada en mitad del salón, sonrió, no sabía a qué venía esa nueva costumbre de Alexa de ponerle música clásica, pero le gustaba. No obstante, tenía ganas de escuchar algo suyo y tal vez gritar a pleno pulmón.
—Alexa, pon So payaso de Extremoduro.
La taza se le cayó de las manos cuando empezó a escuchar los primeros acordes de una guitarra y le siguió una canción que no había oído en su vida.
—¿Qué cojones?
“Puede que me deje llevar, puede que levante la voz…”
—Alexa, para.
Lluvia miraba su aparato fijamente.
—Pero a ti ahora ¿qué te pasa? Ayer con el libro y hoy con los putos amos. Alexa, So payaso.
—¡Alexa, para!
Escuchó el grito de su vecino y salió a la terraza.
—Maldito trasto inútil.
—¿Hola?
Su vecino se asomó a la terraza compartida, resultó ser un chico alto, delgado pero no en exceso, moreno y muy guapo.
—Hola.
—Me llamo Lluvia, soy tu nueva vecina.
Una chica bajita, con el pelo violeta y una nariz surcada de pecas le alargaba la mano para saludarle.
—Eso parece.
—Llegué ayer.
—Samuel.
—Samuel, que nombre más solemne. ¿Puedo llamarte Sami?
—No.
—Vale —respondió encogiéndose de hombros—. Te he escuchado gritar y pensaba que tenías un problema.
—Sí, Alexa se ha vuelto loca desde ayer… un momento, ¿eres la lectora de erótica?
—¿Eres el melómano de la música clásica?
Cerró los ojos y se pinzó la nariz.
—Mi Alexa te hace caso a ti.
Ella rio y él se contagió de su risa fresca. El ataque de risa les hizo doblarse por la mitad mientras se apoyaban en la pared y resbalaban al suelo.
—Empezaba a creer que estaba loca o que tenía fantasmas.
—¿Fantasmas?
—Sí, fantasmas aficionados a Wagner.
Volvieron a reír.
—Ayer un escocés muy excitado se coló en la cena de mis padres.
—¡No!
—¡Sí!
Las carcajadas no les dejaban hablar. A Samuel se le había pasado el enfado; entender lo que había pasado ayudaba, pero también aquella curiosa chica.
Lluvia trataba de secarse las lágrimas para mantener una conversación decente con su vecino. Aquel chico que había salido a la terraza con cara de enfado estaba empezando a ser alguien al que le apetecía conocer.
—Me muero —dijo por fin—. Lo siento.
—Bueno, mi madre creo que tiene nueva lectura.
—Es malísimo, pero tiene un par de escenas interesantes.
—Una en la página 300.
—Sí.
Le miró de reojo. Estaban sentados uno junto al otro con sus brazos en contacto, no le resultaba extraño, de hecho era agradable. Ella recolocó la posición pero no perdió el contacto.
—Si quieres te recomiendo un par de libros más.
—Prefiero olvidar que mi madre lee ese tipo de libros.
—¿Siempre te levantas con Mozart?
—No siempre. Depende del día y del momento.
—Me gusta, desde luego te levantas de mejor humor que con las valkirias.
—Estaba cabreado.
—¿Por el escocés?
Sonrió y ella le observó. Cuando lo hacía, dos hoyuelos se le marcaban en las mejillas y su aspecto dejaba de ser el de un chico formal y podía ver uno travieso.
—Por el escocés.
—¿Y era para tomar nota o para enseñarle?
Mirada traviesa, media sonrisa y tono retador. Toda ella le provocaba una agradable sensación de bienestar. Levantó una ceja, ¿cómo podía ser tan descarada y a la vez resultarle atractiva?
—¿Perdona?
—Oh, solo bromeaba. No te enfades Sami.
—Samuel.
—¿De verdad? ¿Prefieres Samuel?
—Sí.
Se encogió de hombros y se levantaron.
—Bueno, pues misterio resuelto.
—Sí. Todo aclarado. Ah y no tengo nada que aprender de ese escocés.
Ahora era ella la que levanta la ceja.
—Vaya, vaya. Suena interesante. —Se inclinó un poco como si hiciera una reverencia— Voy a seguir con mi mudanza, ¿qué te parece si le pides a Alexa algo más alegre?
—¿Cómo qué?
—Sorpréndeme.
Entró en casa y poco después empezó a sonar Vivaldi. Sonrió. Aquel chico era de lo más curioso.

Había caído la noche. Estiró los brazos por encima de su cabeza y movió el cuello entumecido de estar tantas horas sentado en la misma postura.
“Sami, a cenar”
Se movió buscando a Alexa y sonrió al ver como parpadeaba. Si cualquier otro le hubiera vuelto a llamar Sami le habría gruñido. No era el caso, de hecho ni si quiera le iba a corregir. Salió a la terraza y se encontró con una mesa llena de velas, dos copas y una empanada.
—¿Me has llamado?
—Sí. Quería compensarte por hacerte pasar una mala cena ayer.
—No tenías porqué.
—Bueno, tampoco tiene sentido cenar solos ¿no?
—No.
—Es de verduras, lleva piñones, ¿eres alérgico a algo?
—Perfecto. Muchas gracias. Espera —dijo al ver que iba a abrir la botella de vino— deja que al menos ponga yo el vino.
—Pero soy yo la que se disculpa.
—Déjame disculparme por hacerte pensar que te ibas a volver loca. ¿Tinto o blanco?
—Sorpréndeme.
Entró en casa y buscó un vino adecuado. Salió con una botella de tinto, la abrió y sirvió las copas. La noche era agradable.
—Está muy buena.
—Gracias. Es del horno de la esquina.
—Creía que la habías hecho tú.
Ella volvió a reír.
—Jamás comas algo que haya cocinado yo si no quieres morir.
—Tomo nota.
Siguieron comiendo en silencio. Pero no era un silencio tenso como el que rodea a dos desconocidos.
—¿Siempre eres tan serio?
—¿Siempre eres tan descarada?
—Sí.
Y un mechón violeta le cayó sobre los ojos. Tenía las manos ocupadas y no pensaba soltar el trozo de empanada. Sopló hacia arriba para volver a su lugar, pero el rebelde volvió a bajar, volvió a soplar y nuevamente volvió a bajar. Podría haber estado así un buen rato y él podría haberse quedado mirándola, sin embargo, alargó un poco la mano y delicadamente lo pasó por detrás de la oreja. Como si fuera lo más normal, como si se tratara de una amiga o alguien con el que ya tenía confianza.
—Gracias.
Su mano acarició levemente la mejilla, seguía mirándole fijamente a los ojos. Dejó que su pulgar recorriera el pómulo mientras el resto de sus dedos ya acariciaban sus labios. Suspiró y él notó la calidez de su aliento en aquel suspiro.
Le besó. Besó primero el meñique para ir haciéndolo despacio con cada uno de los dedos que iban acariciándola sin perder el contacto con sus ojos. Mordió dulcemente el pulgar cuando le acarició y sonrió al ver como él cerraba los ojos.
Cuando los volvió a abrir, Lluvia estaba mucho más cerca, se inclinó y la besó. Tímido primero, un leve contacto, un instante que ella no tardó en repetir al acercarse más. Sus rodillas se chocaron, no dudó ni un momento en cogerle los brazos y tirar para que se sentara sobre él.
Lo hizo, se sentó de lado, mientras él se recostaba y ella podía acompañarle en ese movimiento sin dejar de besarle. Le gustó que pese a ese primer impulso de tenerla más cerca, sus manos se habían quedado quietas en sus muslos y ahora solo tenía que recrearse en aquel beso. En su forma tan perfecta de alternarlo con suaves mordiscos en su labio inferior.
Rodeó su cuello con las manos y empezó a darle besos cortos. Jugando con la intensidad y las caricias. Iniciando un recorrido hacía el lóbulo de su oreja, un camino que recorrió mientras él acariciaba la parte de su espalda que la camiseta dejaba al descubierto.
Escuchó su primer jadeo en su oído cuando su mano había empezado a ascender despacio por la espalda para pasar a la parte delantera, rozó su ombligo y ella se estremeció.
—Espera, tengo cosquillas.
—¿Aquí?
Un nuevo estremecimiento.
—No ha…
La queja se vio interrumpida por un gemido cuando él mordió sin fuerza su cuello.
Se acercó más, pegando completamente su cuerpo al de él. Ese movimiento había facilitado otra parte del contacto y sonrió con sus labios en los de él.
—Creo que esos pantalones no pueden ocultar tu excitación.
Rio y la volvió a besar.
—¿Te sabes de memoria la página 300?
—Se podría decir que sí.
—Ven —dijo levantándose y cogiéndola en brazos. Era menuda, podía con ella con facilidad—. Te voy a demostrar todo lo que hace mal ese escocés.
Entraron en casa riéndose, mientras él iba hacia la habitación con ella en brazos.
Notó el cosquilleo de un pequeño mordisco en su oreja y se apoyó en la pared antes de llegar al dormitorio.
—No hagas eso o nos iremos al suelo.
—¿Me dejarías caer?
—No. Pero no…
No pudo seguir. Le había vuelto a morder y él estaba perdiendo las fuerzas y el poco norte que le quedaba. Por suerte, estaban más cerca de la cama y ambos cayeron en ella.
Lluvia no sabría decir por qué le gustaba tanto contradecirle; llamarle Sami cuando él le había pedido expresamente que no lo hiciera o volver a morderle. Tal vez fuera por su seriedad, estaba muy guapo cuando se ponía serio.
Había conseguido llegar a la cama sin contratiempos y ahora era él el que podía morder sin problemas.
Jugó con el cierre del sujetador, nunca había sido muy diestro en eso, sin embargo, lejos de agobiarse ella seguía dándole besos y caricias, esperando con calma que él avanzara. ¿Qué tenía esa chica que tan pronto le sacaba de sus casillas como que se adaptaba a su ritmo?
Y se adaptó. Las piernas de ella se enredaron en su cadera y sus dedos entre los mechones violeta de su pelo. La atrajo más hacia él, hundió sus labios en su cuello y aumentó la presión, el ritmo y hasta la fuerza. Hasta que escuchó sus gemidos cada vez más intensos y poco después ambos cayeron agotados y abrazados.
Se apoyó en su pecho, mientras rodeaba su cintura con su brazo.
—Mmmmm
Era lo único que sus fuerzas le permitían decir después de lo que acababa de pasar.
—No voy a admitir que ese trasto ha ayudado a esto.
—Vale, será nuestro secreto.
—Mejor.
La atrajo hacia él y enterró la nariz en su pelo, mientras ella le acariciaba la espalda con las uñas.
Su cabeza no dejaba de gritar, “¡es un desconocido!” pero ella era incapaz de sentirlo como tal. Lo mismo le pasaba a él, allí tumbado, con ella entre sus brazos no tenía la sensación de haberla conocido hacía solo unas horas.
—Quédate a dormir.
—¿A dormir?
Rio ante su expresión y le dio un beso dulce en la punta de la nariz.
—Eres una descarada.
—Y te gusta.
Subió la cabeza para besarle, y él rodó para volver a quedar encima.
—Ahora verás.
Escuchó la mezcla de carcajada y gemido que provocó el beso en su cuello y supo que ya no iba a poder pasar mucho tiempo sin volver a escucharle hacer eso y que esa noche poco iban a dormir.